martes, 24 de mayo de 2011

Isabel Eckerl. Zulema Facciola. Mirta Clara. Norma Vera. Claudia Kon. Resistencia en serio

La resistencia a la dictadura de 1976 en la cárcel de Villa Devoto.








“-Una vez, en la calle Zelazna, vi aglomerarse a la gente. Se amontonaban alrededor de un barril, un simple barril de madera, sobre el cual había un judío de pie. Era viejo, bajito, y tenía una larga barba.
“A su lado había dos oficiales alemanes. (Dos hombres hermosos y exuberantes junto a un pequeño judío jorobado.) Y esos alemanes, con unas enormes tijeras de sastre, le cortaban al judío, poco a poco, su larga barba, riendo a carcajadas.
“La gente que los rodeaba también reía. Porque, objetivamente, era en verdad ridículo: un hombrecito sobre un barril de madera, con una barba cada vez más corta, que desaparecía bajo las tijeras de sastre. Como un gag cinematográfico.
“Todavía no había gueto, así que en esa escena no se percibía el horror. Con el judío, pues, no pasaba nada grave: sólo que era posible arrastrarlo impunemente y hacerlo subir a un barril, que la gente ya empezaba a darse cuenta de que el hecho quedaría sin castigo, y que eso provocaba risa.
“¿Sabes una cosa?
“Allí comprendí que lo más importante de todo es no permitir que te fuercen a subir al barril. Nunca, por nadie. ¿Entiendes?
“Todo lo que hice después , lo hice para impedir que me forzaran a subir allí”.

Marek Edelman,
comandante del levantamiento del gueto de Varsovia
En Ganarle a Dios (ed. Edhasa), de Hannah Krall







La historia de esta nota comenzó en noviembre del 2004, con el escrache organizado por la Mesa de Escrache Popular, al cura Hugo Bellavigna, capellán del penal de Villa Devoto en los años de dictadura. Bellavigna era parte de la comisión interdisciplinaria compuesta por civiles y militares que se encargaba quebrar anímicamente, moralmente, intelectualmente y, finalmente, físicamente a las detenidas.
El escrache se organizó en La Paternal, barrio de la parroquia en la que Bellavigna daba misa. El periódico Tras Cartón cubrió serie de eventos relacionados. El escrache y aquellas primeras notas hicieron aparecer en escena a un grupo de mujeres militantes, detenidas políticas en Devoto, que resistieron la afrenta de la dictadura. Ellas se movían sobre la vida cotidiana del penal. A pesar de todo, casi mil mujeres, muchas de ellas veinteañeras, se organizaban en rituales, quehaceres y hasta pequeños placeres que el genocidio imperante no podía permitir. Eso las mantuvo con vida. Y enteras.
Con la compilación de testimonios y vivencias, en marzo del 2006, y con motivo del 30° aniversario del golpe de Estado, el 24 de marzo de 1976, el periódico Hormigas y Cigarras presentó la historia de la resistencia de las mujeres detenidas políticas en la cárcel militarizada de Villa Devoto.

Por Diego O. Orfila

Estaban en desventaja. Las desapariciones de la dictadura del 76 ahogaban a la ciudad y al país. Y ellas, las militantes, habían caído como presas políticas en el penal de Villa Devoto. Los militares habían elegido la fortaleza carcelaria de la calle Bermúdez como establecimiento modelo de presas mujeres para mostrar al mundo. Dependiente del Primer Cuerpo de Ejército (a cargo del general Carlos Suárez Mason), en el penal no había picana ni desaparecidos -se trataba de detenidos legalizados-. La cárcel de Villa Devoto militarizada no era un centro clandestino como sí lo eran el Garage Olimpo, la ESMA y otros hoy conocidos. Sin embargo, la tortura psicológica estaba a la orden del día. Largos períodos de calabozo, prolongados interrogatorios e intimaciones a que firmaran la autoacusación y el apoyo a la dictadura eran técnicas que utilizaba la Comisión Interdisciplinaria (integrada por médicos y psicólogos, militares, sacerdotes y presidida por el coronel Carlos Sánchez Toranzo) para generar intrigas, separar grupos y quebrar a las mujeres. “Eso era una cosa más de guerra psicológica. Tiene que ver más con la matriz francesa –explica Mario Burgos, psicólogo y también ex detenido político-. Los milicos habían estudiado mucho la guerra de Argelia. Decían ‘están los muertos y los que no están muertos tienen que estar partidos, quebrados’. Y uno de los mecanismos de quiebre consistía en que ya no se supiera ni con quien hablar, que se cuidara“. Con todo, ellas no dejarían de resistir.
El objetivo de los militares era que “de allí saliéramos locas o muertas”, cuenta Isabel Eckerl, hoy -en el 2006- funcionaria de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires y detenida política de Devoto a los 23 años. En la cárcel todo estaba prohibido. Sin embargo, a escondidas “nosotras tejíamos y producíamos unos tejidos hermosísimos. Nos hacíamos entrar puloveres viejos, los destejíamos y con eso armábamos, combinando los colores, a la vez, más gorditos, sacos o puloveres. Con las barras de las perchas de madera hacíamos las agujas. Las pulíamos. Como éramos cuatro en una celda, nos dividíamos. Una hacía la espalda, la otra hacía las mangas y así”, recuerda Eckerl. La resistencia pasaba por lo simple y lo cotidiano.
La complicidad y conexión de la tortura psicológica con la tortura corporal era directa. “Nos pedían que firmáramos arrepentimientos, nos pedían que firmáramos declaraciones de adhesión a lo que estaban haciendo los militares o adhesiones institucionales –cuenta Zulema Facciola-. A quienes formaban se les ofrecía una mejoría en las condiciones de vida. La mayoría no aceptó firmar. Yo nunca lo acepté. Ni aun estando muy presionada. Primero desde el punto de vista de la salud. Porque... bueno, fruto de la tortura –sufrida antes de entrar a Devoto- he tenido una dolencia en la columna vertebral y he tenido que ser operada, en una situación muy difícil. Fui torturada en el tiempo de mi detención –durante el gobierno de Isabel Perón y López Rega-. Estuve un poco más de un mes desaparecida. Recibí brutales torturas. Y empecé a tener problemas con la columna vertebral, que cuatro años después derivaron en una casi parálisis. Dolores atroces. No podía mover las piernas. Los organismos de Derechos Humanos pedían que me sacaran de la cárcel para operarme en un hospital, ya que necesitaba con urgencia una operación, pero los militares se negaron. Me operaron en la cárcel. Yo no sabía si iba a volver a caminar. El nuerocirujano me dijo ‘si están cortados ciertos nervios se te pasan los dolores pero quedas en silla de ruedas’. Por suerte –sonríe hoy-, gracias a Dios, superé ese transe”. Zulema Facciola tiene 69 –en el 2006- años y reside en Madrid. De paso por Buenos Aires, en un bar de la avenida Santa Fe, hace un año y medio, contó su historia. “Antes de estar presa, yo he trabajado con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, he trabajado en la villa de Retiro con el padre Mujica. En un cristianismo que lleva al compromiso con el ser humano y, sobre todo, con los más desposeídos. Además es el imperativo del Evangelio, era el imperativo de Concilio Vaticano II, era el imperativo de documentos de la Iglesia Latinoamericana. La opción por los pobres”, dice la mujer de cabello casta{o y pequeños ojos color avellana.
Con todo, la lucha de cada día consistía en mantener el grupo unido. Como ejemplo, casi 1.000 mujeres presas se levantaban antes de que lo hiciera la guardia. “Lo hacíamos para mantenernos con trabajo. Teníamos una disciplina. Nos llamaban a las 7 pero nosotros nos despertábamos a las 6. Hacíamos una hora de gimnasia todos los días”, revive Eckerl. Las prácticas y la solidaridad militante, también con la creación del economato común, nunca se abandonaron.
Como en muchas familias de demócratas e izquierdistas del mundo, Isabel Eckerl tiene un historial de persecución y muerte. “Mi marido está desaparecido, mis suegros y mis cuñadas asesinados, mi madre fue torturada en un campo de concentración en Mar del Plata. Sobrevivió. Y yo fui detenida”, recuerda Isabel. Hoy, vive en una pequeña casa del sur bonaerense, tiene hijos de distintas edades y un gato blanco que galantea por la ventana de la cocina. La tortura psicológica era la representación de un antiguo historial. “El prefecto Juan Carlos Ruiz –director del penal de Devoto- era un tipo que no hablaba con nosotras porque nos consideraba basura. Pero, ex profeso hablaba con otro fuerte para que se lo escuchara –relata Isabel-. Cuando me vinieron a ver los miembros de Amnesty Internacional, salí del pabellón y detrás de uno de ellos que era inglés, el personal de la cárcel hacía toda clase de señas, como que me iban a degollar –deja escapar una risa seca-. Luego Ruiz decía ‘a estos los vamos a matar a todos’“.
En el año 80, Isabel fue liberada y se dirigió a Austria. En Europa denunció tempranamente la situación que se vivía el país. Zulema hizo lo propio cuando en 1983 fue dejada en libertad. Vivió 10 años en Suecia y después se dirigió a España. Hoy forma parte de la Asociación Argentina Pro Derechos Humanos de Madrid. Muchas de estas mujeres lograron mantener su dignidad y su vida. Pero otras se quebraron para siempre. Ante el panorama de opresión en la cárcel de la dictadura, la imaginación afloraba. “Hacíamos trabajo manual sacándole hilitos a las toallas, hilitos de colores –recuerda Zulema-. La situación de emergencia, la situación de necesidad estimula la creatividad. De eso no me cabe ninguna duda. Así que siempre manteníamos ese contacto, siempre manteníamos a pesar de las prohibiciones. Eso fue una salvaguarda de salud mental”. La solidaridad necesitaba de sistemas de comunicación alternativa. “Nos comunicábamos a través de las canillas de un lado para otro. A través de los water, a través de golpes”, prosigue Zulema. “A través de los caños –continúa Isabel-. Y pudimos mantener, hasta muy entrado el año 78, una radio portatil. Hasta que el personal, un día la encontró en una requisa y se la llevó. Por supuesto, nadie fue sancionada por eso. Para ellos, reconocer, después de tantos años de estar en Devoto, que recién a fines del 78 nos encuentran una radio portátil, era como reconocer que nos habían dejado tener un arma –risas-. Los tipos se callaron la boca. Habíamos acumulado pilas para no sé cuanto tiempo. Se llevaron la radio y nos quedaron las pilas al cuete. Fueron formas de resistir, fue lo que nos mantuvo, digamos... vivas”.

Volver a vivir

Es difícil definir las misas en la cárcel de Devoto de un modo unívoco. Los relatos de las presas políticas que asistieron a las homilías que daba Hugo Bellavigna, escrachado el 27 de noviembre del 2004 por torturas psicológicas y miembro de la Comisión Interdisciplinaria, no hacen sino hablar pestes de él. “En sus homilías exaltaba el egoísmo, el miedo, la necesidad de la preservación personal ante todo, el cumplimiento del reglamento con independencia de lo que sucediera alrededor. Mi sorpresa fue el sermón, tengo formación católica, y a mí entender lo que este ‘sacerdote’ estaba gritando hasta ponerse colorado, no se correspondía con lo que me habían enseñado: ‘¡Primero hay que pedir por uno, después si quiero por mi hermana, mi cuñada o mi recontracuñada!!!!’”, comenta la ex detenida Viviana Baguan en un texto escrito. Silvia Ontiveros va más allá: “Nos bajaban a misa, manos atrás, paradas al final de la capilla de la cárcel para que observáramos el ritual oprobioso de las pocas compañeras quebradas que lloraban y se golpeaban el pecho mientras desfilaban ante el confesionario supuestamente para arrepentirse de haberse comprometido hasta con la vida para defender al pueblo y su causa... Pienso en Cristo viendo la escena y poniéndose más que nunca de nuestro lado”. Y sin embargo, ningún testimonio indica que las presas no fueran a misa. Más allá del cura y del carácter religioso, para las mujeres de Devoto ir a misa era, de alguna manera, volver a la vida. “A Bellavigna lo vemos en la Comisión Interdisciplinaria y en las misas. Las misas teníamos que pelearlas. No piensen que nosotros íbamos a misa porque éramos profundamente católicas. Era para salir de las condiciones de encierro. En el 77, la dictadura consideraba que nosotros habíamos sido derrotados, por eso aprietan adentro con todo. En el sentido de que pasamos a estar encerradas 21 horas, 22 horas por día. Para nosotras ir a misa era tener un lugar amplio, con ventanales, en el que entraba el sol”, revive Mirta Clara, una ex detenida de 29 años de edad en aquel fatídico año 77. Hoy las ex presas políticas recuerdan:
–Las misas eran para encontrarnos con nuestras compañeras. La hora de la misa era hablar con la compañera del otro piso y traer noticias. Del otro piso... venía el familiar de Rawson y era pasarte noticias –recuerda Norma Vera, una morocha de cabellera larga y enrulada que entró a Devoto a los 18 años, en 1975.
–Y cantar –dice Claudia Kon, una peliroja de piel muy blanca y voz terciada que entró a Devoto a los 22 años, en 1978.
–Y encontrarnos y, de golpe, transformar ese espacio en espacio de expresión. Y ahí se recordaba gente, se recordaban hechos, era una espacio político también –explica Graciela Gribo, que entró al penal los 21, en el mismo año que Kon.
Las misas eran un momento de aire y luz para las detenidas políticas. Zulema Facciola entró al penal en marzo del 76, a los 39 años. Unos meses antes, había sido detenida y torturada fuera del establecimiento. Militante en el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, Facciola tuvo oportunidad de participar en misas de la cárcel. “Algunas veces yo hacía lo que se llama ‘dirigir la misa’, es decir, ir presentando las lecturas, ir aclarando las distintas partes –cuenta-. En una oportunidad para Navidad hice un guión, basándome estrictamente en el Evangelio, presentando a Jesús Cristo, como había sido perseguido por las autoridades de su tiempo, como preso político, como condenado por el poder dominante en su época. El cura Ballavigna no me interrumpió en ese momento, pero a través de sus predicas trataba, en cierto sentido, de desvirtuar toda esta imagen que yo daba. Por eso, las compañeras, con ese humor que a pesar de todas las situaciones nos salvaba, me decían que eso fue una verdadera payada. Y quedó así, como la ‘payada’ –ríe-“.

Entonces no




“Nosotros durante mucho tiempo, en las requisas, decíamos ‘bueno, nosotras nos sacamos la ropa, pero no nos sacamos ni el corpiño ni la bombacha’. Y el penal avanza sobre que nos sacáramos la ropa interior. Hasta el año 78 mantuvimos el no bajarnos la bombacha. A lo que, por supuesto, no te bajabas la bombacha e ibas al calabozo. Pero manteníamos la consigna. En un determinado momento hubo un grupo de presas que planteó que si vos hacías conducta, no te iban a poder sancionar. Otras pensábamos que para que haya chicas buenas tiene que haber malas. Pero decidimos, para no diferenciarnos, acceder. Al día siguiente, nos bajamos la bombacha. Pero cuando lo hicimos, el requerimiento fue ‘ahora agáchense, flexionen...’ Entonces no. Eso no. Fuimos todas al calabozo otra vez –rie Isabel-“.






Todas las imagenes de esta nota pertenecen a Diego O. Orfila